La dimisión de un entrenador suele ser un terremoto emocional para un club. Pocos casos hay tan representativos de esta realidad como el de Víctor Fernández, cuya renuncia al banquillo del Real Zaragoza aún se debate con pasión en las tertulias. Mientras algunos califican el gesto de “honorable” porque reconoce su propia incapacidad para revertir la situación, otros ven en la marcha una demostración de haber sido superado por la velocidad vertiginosa del fútbol actual. Sea como fuere, su salida ha dejado un debate abierto sobre la conveniencia de que un técnico dimita cuando se siente desbordado o, por el contrario, aguante hasta el final como el capitán de un barco en tempestad.
En el mundo de los banquillos, hay voces como las del tertuliano del programa «Que me estás contando», Óscar Tiberio que defienden que “un entrenador nunca debe dimitir”. Argumentan que un técnico, como líder del grupo, ha de ser el último en abandonar, salvo por circunstancias personales de fuerza mayor. Este sector opina que renunciar es ceder a la presión y dejar al equipo huérfano en un momento delicado, aunque admiten que cada situación es un mundo. Por otro lado, quienes respaldan la postura de Jorge Marco interpretan que la dimisión de Víctor no solo es entendible, sino que le “honra”, porque reconoció que había llegado a un punto muerto, lo probó todo en lo táctico y no encontró soluciones. Bajo esta óptica, su marcha era la mejor salida posible para el bien del Zaragoza.
Resulta revelador que la mayoría de los tertulianos coincidan en que el entrenador aragonés estaba “superado”. Con un vestuario que no respondía, un entorno que exigía resultados inmediatos y un sinfín de lesiones, los bandazos en las alineaciones y el cambio continuo de sistemas pasaron factura al equipo. Se llegó a utilizar una variedad casi inabarcable de esquemas: 4-4-2 clásico, rombo, defensa de cinco, 4-2-3-1, etcétera. Para algunos, estos cambios reflejaban la búsqueda incansable de una fórmula mágica; para otros, eran la confirmación del desconcierto.
La figura de Víctor, a su vez, se había mitificado. Su regreso al club iba cargado de emoción por su pasado y por la esperanza de que, con su experiencia y su zaragocismo, acabaría convirtiéndose en el gran salvador. Esa presión extra pudo haberse convertido en un lastre que llevó al técnico a tomarse demasiado en serio su rol de mesías, según algunas opiniones. El resultado final fue un cóctel de nerviosismo y decisiones precipitadas que, a ojos de muchos, terminaron por desdibujar al equipo y diluir la figura de Víctor.
¿Es la dimisión un acto de valentía o la confirmación de una derrota personal? En el ámbito del fútbol, la cuestión no tiene una respuesta única y lo vivido en el Real Zaragoza es un claro ejemplo. Se pueden aportar muchos argumentos a favor y en contra, pero el hecho es que el técnico se fue convencido de que su continuidad no ofrecía soluciones. Quizá optó por proteger su leyenda y no desgastarla más, o tal vez, como defienden algunos, simplemente decidió que abandonar era su última forma de ayudar al club.
Lo que queda tras su marcha es un equipo que busca recomponerse bajo la dirección interina de David Navarro. De la mano de ese cambio y las reflexiones sobre si “modernidad” o “falta de adaptación” fueron los detonantes, el zaragocismo trata de comprender cómo un entrenador tan emblemático terminó por extinguir su etapa con algo de amargura. El debate seguirá vivo, pero la realidad es que, una vez firmada la renuncia, el club ha mirado hacia adelante, seguramente con la esperanza de que la polémica se disipe y se recupere la calma en una temporada que va camino de convertirse en otro reto mayúsculo para la afición maña.