Tras la derrota por 2-1 frente al Eibar en Ipurúa, el zaragocismo vuelve a sumirse en una inquietante oscuridad. El encuentro, que se antojaba complicado, acabó siendo un varapalo para un Real Zaragoza que no logró dar la talla ni competir en condiciones. Desde el pitido inicial, los aragoneses mostraron una alarmante falta de intensidad, carentes de esa chispa y actitud que se exige a un equipo con aspiraciones, por mínimas que sean.
La sensación imperante durante los 90 minutos fue que el Zaragoza nunca terminó de bajarse del autobús. Sin combinación, sin posesión eficiente, sin llegada y, lo que es peor, sin atisbo de reacción real. Ni siquiera el tanto del descuento, ese 2-1 que en teoría debería reactivar los ánimos, bastó para empujar al equipo hacia la portería contraria. Fue más un espejismo que una verdadera oportunidad para rascar algo. El Eibar, con un planteamiento coherente, sin grandes alardes, neutralizó cualquier intento zaragocista y apenas vio peligrar su ventaja. La impotencia fue absoluta.
La estrategia del técnico, apostando por una defensa de cinco hombres, levantó suspicacias desde el principio. ¿Dónde quedó la promesa del fútbol propositivo, de la presión alta, de los laterales profundos y la valentía ofensiva? Frente al Eibar se optó por un sistema conservador sin referentes claros en ataque y poca fiabilidad en defensa. El entrenador del Zaragoza, que en teoría busca la mejor versión del equipo, pareció renunciar desde el principio a disputarle el partido al rival. Además, las reacciones desde el banquillo llegaron tarde y, en muchos casos, resultaron incoherentes. Cambiar piezas sin dotar de un plan alternativo al colectivo termina por acentuar la desorientación.
Muchos aficionados apuntan ya a que el problema es global y no se reduce a un banquillo poco resolutivo. La plantilla confeccionada este verano deja al Zaragoza con carencias estructurales y fichajes que no han dado el nivel. Se vislumbra un preocupante patrón: la dirección deportiva no ha encontrado el talento ni la determinación necesarios en el mercado. Los jugadores llamados a marcar diferencias, lejos de hacerlo, diluyen su presencia entre un mar de errores y desencanto. Otros, como algunos canteranos, han terminado por asumir roles importantes sin que nadie más dé la cara, lo cual evidencia la falta de recursos reales.
El club se encuentra, además, atrapado en una atmósfera tóxica. Las sospechas acerca de la verdadera implicación de la propiedad en el proyecto, la falta de voluntad para invertir en fichajes de calidad y la pasividad ante la crisis de resultados generan un caldo de cultivo ideal para la desilusión. Cada vez parece más claro que el objetivo ascenso se diluye y la lucha será, en el mejor de los casos, por una permanencia tranquila. Un nuevo año, la misma historia.
No es la primera vez que se habla de dimisiones, de cambios de rumbo, de una necesaria reestructuración, ni será la última. La afición está harta de mensajes vacíos, de promesas incumplidas y de un club que no reacciona. De poco sirve exigir con vehemencia ante la prensa si el domingo siguiente nos encontramos con la misma versión pobre y temerosa del Real Zaragoza.
La derrota en Eibar no es una más: es el reflejo de un equipo sin identidad, sin intensidad y sin fe en su propio proyecto. Lo peor no es caer, sino hacerlo sin pelear. El zaragocismo está cansado y exige claridad, determinación y valentía. Ojalá el próximo partido en La Romareda sirva de punto de inflexión, porque el camino actual no conduce a nada.