El Real Zaragoza se enfrenta este fin de semana a un partido crucial. No hay margen de error, no hay excusas, hay que ganar. Por lo civil, por lo criminal, por lo ilegal, por lo que sea. El equipo necesita un triunfo para validar el trabajo de Miguel Ángel Ramírez, para darle crédito a su discurso y, sobre todo, para empezar a cimentar algo parecido a una identidad de juego.
La paciencia es una virtud y, personalmente, soy partidario de dársela al entrenador. No aspiramos al ascenso ni tememos el descenso, así que lo mínimo que debemos exigir es aprender a competir, dejar de conceder goles absurdos y mostrar una evolución en el campo. Pero todo eso, sin victorias, no sirve de nada. Los resultados son los que sostienen a un técnico, no las buenas intenciones.
El problema es que, a día de hoy, el Zaragoza sigue sin jugar a nada. Hablas con diez personas y te dan diez respuestas distintas sobre el sistema de juego. ¿A qué jugamos? No hay un estilo definido. Hay muchas ideas, pero los jugadores no parecen asimilarlas. Y, entre tanto experimento táctico, encima nos golpea la plaga de lesiones. Las bajas están destrozando cualquier intento de estabilidad.
En este contexto, Samed Bâzdar se ha convertido en una pieza fundamental. Rodeadlo de papel burbuja, metedlo en una cámara de criogenización, pero que no se lesione. Con el medio campo en cuadro, su presencia es vital para que este equipo pueda empezar a construir algo.
El domingo podría haber cambios tácticos, quizá un rombo en el centro del campo. Bien, lo que sea. Pero que sirva para ganar. Porque, por mucho que se intente justificar, en el fútbol lo único que cuenta es eso: ganar.