La derrota del Real Zaragoza en Ipurúa (2-1) no sorprende tanto por el resultado, sino por la forma. Un equipo que no compite, que no ofrece atisbos de rebeldía, que se entrega sin apenas presentar batalla. El Eibar no tuvo que desplegar un fútbol sublime; le bastó con ser ordenado, aprovechar sus ocasiones y mostrar una actitud acorde a un cuadro de la categoría. Mientras tanto, el conjunto aragonés se deshilachaba sin remedio.
Uno de los grandes problemas del Zaragoza actual es su alarmante inconsistencia. Veníamos de un partido contra el Deportivo que dejó buen sabor de boca, cierta esperanza en que el equipo encontrara su camino. Sin embargo, el choque ante el Eibar fue la constatación de que esas sensaciones positivas carecían de cimientos sólidos. Repetir sistema y nombres no garantiza continuidad en el rendimiento si no se acompaña de convicción, claridad de ideas y empeño real.
La falta de reacción desde el banquillo es otro elemento inquietante. Los cambios llegaron tarde y no provocaron nada. Peor aún, las sustituciones parecían responder a castigos individuales más que a una búsqueda de soluciones colectivas. Con 2-0 en contra, introducir jugadores sin un plan definido es poco menos que un brindis al sol. Por momentos, la impresión era que ni el propio técnico confiaba en sus decisiones.
En el verde, el Zaragoza fue un equipo lento, previsible, con lagunas enormes en la salida de balón y sin capacidad para sorprender entre líneas. La falta de referentes ofensivos es clamorosa. El planteamiento con cinco defensas, justificado quizá en la precariedad de efectivos o el temor al rival, lo único que consiguió fue mandar un mensaje tácito de inferioridad. Sorprende que un entrenador con la veteranía y el prestigio que se le presuponen no encuentre una fórmula estable para maximizar las virtudes —las pocas que hay— de este colectivo.
Por supuesto, esta debacle no es solo cuestión de nombres en el campo. En la tertulia se ha señalado con insistencia la responsabilidad compartida entre la dirección deportiva, el cuerpo técnico y la propiedad. La confección de la plantilla genera cada vez más dudas. Jugadores que no aportan, fichajes estériles y un mercado de invierno que muchos temen resultará más decepcionante que ilusionante. ¿Está el club realmente comprometido con el reto deportivo? Las informaciones que apuntan a la parsimonia inversora y a la falta de ambición sembraron hace tiempo la semilla de la desconfianza.
Esa desconfianza la comparte una afición hastiada, que presiente cómo esta temporada se asemeja peligrosamente a las anteriores: esperanzas iniciales frustradas, estancamiento en media tabla y un final de curso dedicado a sumar puntos para no sufrir más de lo necesario. Es lógico que la parroquia zaragocista se pregunte hacia dónde va su equipo, qué plan de futuro tiene la entidad y si realmente existe voluntad de ascender a Primera División.
El partido ante el Eibar, por desgracia, no es un simple tropiezo. Su fea puesta en escena, la falta de argumentos y la ausencia total de reacción evidencian que algo falla en la raíz del proyecto. Si el equipo no encuentra pronto su identidad, se encallará de nuevo en la rutina mediocre de la Segunda División.
Lo que el zaragocismo demanda es transparencia, soluciones y un golpe de timón inmediato. O se toman decisiones claras —desde la dirección deportiva hasta el entrenador— o la dinámica negativa continuará arrastrándonos. Menos excusas y más fútbol real.