Otra vez no. Otra vez, cuando parecía que el Real Zaragoza podía consolidar la reacción iniciada en las últimas semanas, vuelve a asomarse la cara más cruda del fútbol: la de la impotencia, la de la fragilidad defensiva, la de un equipo que cuando se tambalea, se derrumba. El 5-2 que nos endosó el Levante no solo escuece por el marcador, sino por cómo se produjo: sin alma en los momentos clave, sin respuesta en el primer golpe, y con el orgullo tan tardío como insuficiente.
El partido duró lo que tardó el Levante en encontrar el primer resquicio: minuto 6, centro al corazón del área y Carlos Álvarez remata solo. El Zaragoza ni se había colocado. En el 12′, Álex Forés castigaba en otro contraataque tras pérdida en campo rival. 2-0 antes del primer cuarto de hora, y la sensación de que la tarde sería muy, muy larga.
Gabi Fernández trató de agitar al equipo en el descanso con dos cambios, pero el inicio de la segunda parte fue aún peor: Morales culminaba un contragolpe letal en el 50′ para poner el 3-0. Sin Kervin Arriaga, lesionado, el equipo fue un flan en el centro del campo y pagó caro cada pérdida.
El 4-0 de Carlos Espí en el 85′ fue un mazazo definitivo. A partir de ahí, llegó la reacción más por rabia que por juego: Pau Sans recortó distancias en el 89′, y tras un penalti muy discutido transformado por Iván Romero, Mario Soberón cerró el 5-2 con un tanto casi testimonial.
Sí, el Zaragoza marcó dos goles fuera de casa. Pero los recibió a pares. Y lo más grave es la sensación de que cualquier rival con orden, velocidad y un mínimo de pegada nos desarma con facilidad. El buen trabajo de Gabi, que había devuelto fe y carácter, queda ahora manchado por un partido en el que se falló todo: desde la intensidad hasta la concentración.
Quedan seis finales. Pero partidos como el de hoy recuerdan que la salvación aún está muy lejos. Que el Zaragoza no se puede permitir ni un minuto de debilidad. Porque en esta categoría, cada error cuesta puntos. Y los puntos, la vida.
