El amanecer tras la última derrota del Real Zaragoza deja, otra vez, un sabor amargo y una sensación de impotencia extrema. El equipo volvió a encajar tres goles en contra, esta vez ante el Oviedo, en un partido que se tenía encarrilado al descanso con un 2-0 a favor. Sufrir esta remontada, con un gol en el último instante y en casa, es el colmo de una agonía que parecía no poder empeorar. Sin embargo, el Real Zaragoza logró añadir otro capítulo bochornoso a una larga lista de despropósitos.
No es la primera vez que el equipo cae víctima de sus propias limitaciones, pero lo ocurrido ante el Oviedo ha sido especialmente doloroso. No solo por el resultado –otro partido que se deja escapar de forma inaudita–, sino porque ha precipitado la dimisión de Víctor Fernández, un entrenador que, con sus defectos, era al menos alguien que daba la cara y que siente los colores. “No puedo más”, ha venido a decir, con sinceridad y amargura. Su renuncia ha sido la forma más cruda de reconocer la realidad: el Zaragoza está estancado en un círculo vicioso de errores e irresponsabilidad.
Lo deportivo no marcha desde hace semanas, y el equipo suma ya siete partidos sin conocer la victoria. En Segunda División, con la sola inercia y un mínimo de competitividad, sacas puntos, pero este Zaragoza se empeña en hacer de cada jornada una tragedia. Ayer comenzó con una gran primera parte, controlando, llegando con criterio y creando ocasiones. Parecía que por fin se iba a brindar a la afición una alegría, un respiro. Pero todo se fue al garete en la segunda mitad. Y se fue de la manera más absurda, con una irresponsabilidad que duele en el alma del zaragocismo.
El penalti lanzado por Keidi Bare fue la gota que colmó el vaso. Un disparo absurdo, frívolo, en un momento clave. Si el penalti entra, el partido queda prácticamente sentenciado, se protege al entrenador, se gana tiempo y oxígeno. Pero no. Se prefirió intentar algo “creativo” en el peor momento posible. Fue un gesto que delata la falta de conexión con la realidad, con lo que estaba en juego. Una irresponsabilidad mayúscula que dejó vendido al equipo y a un entrenador que se jugaba el puesto. Con el marcador a favor, por un mínimo de profesionalidad, el balón debe ir fuerte, abajo, a un lado, sin concesiones. Pero no fue así, y el castigo llegó rápido.
La defensa del Zaragoza tampoco da la talla. Cada centro lateral es medio gol para el rival. Los errores tácticos se suceden y los mismos jugadores reinciden jornada tras jornada sin escarmentar. Hombres que cobran sueldos considerables resultan incapaces de defender correctamente un balón colgado al área. Este desastre defensivo, sumado a la desconexión mental y a la falta de acierto arriba, impide al equipo competir con regularidad. Por no hablar de la portería: es evidente que el guardameta titular no alcanza el nivel mínimo exigible y que, aun así, se sigue apostando por él. Es otro ejemplo de las decisiones incomprensibles que han marcado esta nefasta racha.
El entrenador ha puesto su cargo a disposición del club, y se va alguien que al menos es zaragocista y que da la cara. ¿Qué queda? Jugadores que se marchan de rositas, que vuelven a su casa a descansar como si nada, sin mostrar la más mínima autocrítica ni dar un paso al frente. Queda una directiva que dice invertir y sanear la economía, pero que en lo deportivo sigue sin acertar. Quedan unas promesas de nueva Romareda, de planes de futuro, pero la realidad del césped es un suplicio.
La afición, maltratada año tras año, soporta estoica otro mazazo. Ni las excusas ni las justificaciones alivian el dolor. No valen ya las palabras bonitas, las promesas de refuerzos o las apelaciones al futuro. La grada quiere ver esfuerzo real, compromiso y solidez. Quiere ver un equipo que defienda con uñas y dientes una ventaja de dos goles, que no se arrugue, que no desperdicie un penalti en gestos de sobrada confianza. Quiere ver jugadores que entiendan la magnitud de llevar el escudo del Real Zaragoza, un histórico que merece mucho más que este ridículo perpetuo.
La marcha de Víctor Fernández es otra herida abierta en un club que vive en una perpetua reconstrucción. Cada año parece un deja vu, con errores tácticos repetidos, falta de chispa mental y una dirección deportiva incapaz de dar con la tecla. Ahora toca encajar otro golpe y esperar que el sustituto de Víctor traiga soluciones. Pero la paciencia se agota. El Zaragoza no puede vivir de promesas y “americanadas” que no se traducen en victorias. La afición está harta, y con razón. Sufrir tanto es una tortura, una práctica cruel que nadie merece. Ni el club ni el zaragocismo. Necesitamos un cambio, y lo necesitamos ya.