La decisión de bautizar el nuevo campo provisional del Real Zaragoza como “Estadio Ibercaja” y renombrar La Romareda como “Ibercaja Romareda” ha generado más desaprobación que ilusión entre la afición. Y con razón. ¿Qué aporta Ibercaja al zaragocismo, salvo un millón de euros al año? ¿De verdad es suficiente para borrar de un plumazo décadas de historia, tradición y sentimiento?
En plena era del “naming right” comercial, muchos clubes buscan rentabilidad, pero el zaragocismo no olvida. La Romareda no necesita apellidos ni patrocinadores pegados con cinta adhesiva. La Romareda es La Romareda. Así ha sido desde 1957 y así debería seguir siendo. Añadir el nombre de un banco que jamás ha estado implicado en los momentos clave del club, que nunca patrocinó ni en los peores años de agonía institucional, suena más a negocio que a homenaje.
Que la entidad bancaria aporte fondos está bien. Que ponga su nombre por encima del símbolo lo es menos. No es casualidad que los aficionados sigan diciendo “Riazor”, “Sadar” o “San Mamés”, aunque cambien los contratos de patrocinio. La identidad no se alquila.
Y eso sin entrar a valorar el estadio modular. Que será útil, funcional, sí, pero nunca será La Romareda. Por eso hay que tener mucho cuidado con los nombres. Un “Mini Romareda” con un toque de humor zaragocista habría sido más aceptado que esta frialdad que sólo huele a Excel. Ya no entramos en si quiera gradas de animación que todo apuntan a que no existirán y una reducción de aforo, pero no te preocupes que podrás guardar tu número de abonado aunque no tengas sitio… si lo pagas, claro.
El zaragocismo se merece respeto. No vale solo con el dinero. Se trata de representar al escudo, a la historia y a una afición que lleva años esperando alegrías. Un nombre no lo es todo, pero puede decir mucho. Y en este caso, el mensaje es claro: las decisiones no se están tomando con el corazón. Solo con la calculadora.
